domingo, noviembre 04, 2007

Correr es mi destino para burlar la ley

Esta fue una de aquellas obligaciones, tanto legales como naturales, que había de cualquier manera. El asunto era que, para quedarme más tiempo aquí en Brasil, tenía dos opciones: o pagar los casi docientos reales que costaba renovar la visa, o salir del país, y entrar de nuevo como turista. La primera, la verdad, no valía mucho la pena, pues el periodo de estancia en el país no iba a ser más de tres meses, que es lo que cubre el permiso de turista, entonces la elección era clara: viaje. El sitio: Foz de Iguaçu, en la frontera con Paraguay y Argentina.

La visa vencía el 24 de Octubre, y había arreglado las cosas para tener dos semanas de viaje, sin embargo, los ya muy conocidos atrasos con los pagos en la universidad retrasaron la partida una semana entera. Luego de conseguir algo de dinero, con el que escasamente podría pagar pasajes y hotel, decidí salir el lunes 22. Sin embargo, la historia comenzó —como ya se ha vuelto costumbre, incluso desde que salí de Colombia— retrasandose un poco por cuestiones, no sé si del azar, del destino, o de qué carajos, pero justo antes de salir de viaje decidí quedarme en São Paulo un día más. Ese día, luego de alistar mis cosas y despedirme de la casa, quedé de verme con una amiga para almorzar. Ella tenía pendiente una labor inaplazable, y a la vez inenarrable. Luego del almuerzo ella iría a cortarse el cabello, y yo saldría rumbo a la terminal de Tietê. Sin embargo, mi bus saldría o a las 4 o a las 9, así que, de momento, decidí irme ya entrada la noche. El peluquero quedaba en parte de camino al terminal, así que fui a acompañarla, pero la compañía se alargó lo suficiente como para perder el bus de las nueve. Al llegar al salón de belleza, la luz se fue, ella no quería irse a la casa sin nuevo look, y yo aún tenía tiempo, así que decidimos esperar mientras volvía el absurdamente necesario fluído eléctrico. Esperamos un rato al poco calor que puede ofrecer una lluvia de primavera en esta ciudad, y unas cuantas cervezas para amenizar la conversa.

Luego de esperar un par de horas la tan anhelada electricidad, y el tan anhelado corte de cabello, había que celebrar un par de pequeños grandes pasos en la vida de alguien, así que un par de cervezas más no estarían de más. Pero tal era la fortuna ese día que claramente la conversa se puso tan animada que pasaron las horas y yo aún no salía para Tietê. Nada que hacer, había que esperar un día más, y al día siguiente, ya con la seria obligación de legalizar mi situación en el país, tenía que irme, fuese como fuese.

Llegué más bien temprano al terminal de buses, a eso de las 2:30. Pero como andando de viaje lo que siempre me suceden son cacharros, pues resultó que el bus de las 4 no salía del terminal de Tietê —como hasta ese momento había creído, dado que es un viaje bastante largo, y este es el terminal más grande de São Paulo—, sino que salía del terminal de Barra Funda, que quedaba a unos 40 minutos en metrô. Pues nada que hacer, comprar el tiquete, y salir corriendo rumbo al otro terminal al cual escasamente sabía cómo llegar. Por fortuna llevaba tiempo, aunque no había comido nada, y con la mala fortuna de que los terminales aquí no son como los terminales colombianos en donde siempre hay un almorzadero, una fritanguería, o algo por el estilo. Ni modo, un pastel, una coca-cola para el viaje, y nos fuimos, como diría Andrés López, “By the river of Paraná”.

I don't ever want to feel like I did that day

Quince horas de viaje era lo que restaba para llegar a aquel famoso, pero totalmente desconocido destino. Una parada a comer a eso de las 9, en un punto que —muy al estilo brasileño— tiene poco qué envidiarle a los famosos paradores de las vias colombianas. La comida era “self service”, así que por R$8 podría comer toda la cantidad de comida que quisiera. Con un almuerzo tan ligero era sumamente indispensable alimentarse de manera contundente. Así que mucha comida, con mucha carne, y mucho pasto, y una cerveza para bajar semejantes viandas.

A las 7 am del día 24 estaba llegando entonces a la terminal de buses de Iguaçu. Todo nuevo, totalmente desconocido, tal vez igual que cuando llegué a São Paulo, solo que con dos diferencias: primera, no sabía exactamente dónde me iba a quedar, pero en esta ocasión ya más o menos manejaba el idioma, así que quizás todo sería más fácil. Desde ese momento dos elementos se volvieron clave en el viaje: el primero, en el terminal había un sitio de información a turistas, y justo al lado, un puesto de información de “Hostelling International” esa famosa cadena de albergues famosos por ser económicos y por recibir a gente que se dedica a viajar por todo el mundo con poco dinero —luego descubriría que era mentira eso de que la gente que se queda en estos lados lo hace simplemente por no tener mucho dinero—. Ya me habían dado el dato del albergue, pero a partir de ese momento estaba totalmente decidido a quedarme allá, era la opción más económica, y por suerte, la primera que encontré, o de seguro me hubiera quedado en el primer sitio que hubiera encontrado.

El segundo elemento sumamente importante en el viaje sucedió luego, justo a la salida de la terminal en donde había un cajero automático de HSBC. Hasta ese momento sabía que no habían pagado, y que había todo un caos y un cruce de correos bastante complicado entre los becados de posgrado de la universidad. Decidí probar suertre en el cajero, y desde ese momento, y durante todo el paseo, sin darme cuenta, la suerte estaría de mi lado. ¡Había dinero en mi cuenta! ¡Habían pagado! Tuve que hacer un esfuerzo terrible para contener semejante emoción. Estaba en la mitad de ninguna parte, con el dinero justo para ir y volver, pero a partir de ese momento podría hacer cosas que unos minutos antes no habría ni soñado.

Seguí entonces la ruta rumbo al albergue. Me registré, me atendieron estupendamente, debo decirlo, dejé mis cosas, y desde ese instante empecé a buscar los sitios que debería visitar, como buen turista que era. Primera parada: la parte brasileña de las cataratas, la cual quedaba ya muy cerca porque el albergue se encontraba a medio camino entre la ciudad y el parque ecológico. Al entrar al parque me di cuenta que estaba entrando a una especie de “babel”, veía mucho argentino y mucho chileno por ahí, pero al llegar al corazón del parque, en medio de las cataratas, me sorprendió darme cuenta que en un espacio de menos de veinte metros cuadrados estaba escuchando cerca de diez lenguas diferentes. Habían, claro está latinos. Pero fue sorprendente, en un momento, en medio del paseo, verme en medio de una conversa en lengua oriental que, aunque no conozco muy bien, deduje que era japonés. Más o menos unas treinta personas —seguramente una sola familia— hablando entre ellos, y yo sintiéndome en medio de una pelicula de Kurosawa o de Kitano. Unos metros más adelante, una pareja de brasileños que se sentían extranjeros querían tomarse una foto. Obviamente yo no me podía negar , y —tal vez no sea verdad, pero me sentí elogiado— me dijeron a primera vista que hablaba bien portugués y que la primera impresión que tuvieron era que yo era brasileño. Obviamente al momento reconocieron el “sutaque (acento)”, y luego me dijeron que no era el de un argentino, un chileno o un peruano, que son los hispanoparlantes que casi siempre aparecen por estos lados. En el camino escuchaba a una pareja, ya curtida por los años, hablar en francés. Más adelante, una familia con un guía que hablaba con ellos en alemán en un sutaque claramente brasileño —podría decir, arriesgando un poco, que era paulistano, es decir, del interior del estado de São Paulo—. Más adelante una pareja de jóvenes, quizás de unos 20 años, hablando en una lengua que jamás logré comprender, pese a los muchos esfuerzos que hice. Con seguridad eran europeos, pero quizás orientales que hablan alguna de esas lenguas cuyos hablantes nativos no supera los diez millones.

La magia de las cataratas es quizás indescriptible solamente con palabras. Las fotos y los videos tal vez hablen por sí mismos, pero más allá de eso está la sensación de encontrarse en un lugar en medio de la última selva subtropical, en una de las caídas de agua con más caudal del mundo. Se siente la fuerza, y su sonido es tal que a veces es difícil hablar. Además de una brisa que con cualquier descuido te puede dejar emparamado de pies a cabeza, así que hay que cuidar todo cuanto se dañe si se moja. Lo más importante de todo, la cámara. Obviamente en ese momento me sentía como una miserable cucaracha sacando mi camarita, al ver al lado a los europeos o a los americanos sacando sus super máquinas con tres objetivos diferentes para cambiarlo según lo necesitaran, o a los japoneses y los coreanos que hablaban seguramente a su pais de origen, y mientras hablaban por el mismo celular, y en videollamada, iban mostrando a sus compatriotas las imagenes de aquel sitio maravilloso en vivo y en directo.

El recorrido por la parte brasileña es, o por el medio de la mata, y bastante largo, o por el filo de la montaña, y más bien corto. Obviamente había llegado casi al medio día así que opté por el camino corto. Además, el sendero largo, al final, remataba con viaje en lancha por la parte alta del río, y en ese momento no estaba dispuesto a pagar por eso. Es verdad que tenía dinero, pero era mejor dejarlo para una mejor ocasión.

Bueno, a decir verdad la mejor ocasión resultó ser comer en el buffett del parque. Tenía ya un hambre terrible, eran las 4 de la tarde, y no había ni siquiera desayunado. Así que las opciones eran, o irme hasta quien sabe donde a buscar comida, o comer allí mismo en el parque. Había una lanchonete y el restaurante, que de lejos se veía super chick. Pues sin pensarlo dos veces, entré al restaurante, pedí una cerveza y un buffett. Obviamente de nuevo me llené hasta los cogotes con comidas espectaculares, como un buen pedazo de picanha, un pescado cuyo nombre no recuerdo, un arroz con rúcula y queso mussarella de búfala, que fue simplemente delicioso, y otras cuantas cosas mas que ya no logro recordar. Luego otra cerveza, unos cuantos cigarros, y claramente, el postre. Lo que más me causó curiosidad —y temor a la vez, debo decir— fue una abeja que, siguiendo el rastro del azucar, vino a parar justo a mi plato. Me dio pereza espantarlo, y por lo general —y a diferencia de las moscas, los mosquitos, las avispas y las cucarachas—, las abejas me caen bien —seguramente fue mucha abeja Maya y mucho José Miel en la infancia—. El asunto es que luego de varios revoloteos, la abeja cayó justo en el almibar que estaba en el plato, y mientras yo veía que se ahogaba y no podía hacer absolutamente nada, decidí sacar la cámara y hacer un video de aquel bicho que se revolcaba en su dulce tumba a causa de su gula.

La cuenta un toque alta, pero nada de remordimientos, quién sabe cuándo volvería a comer en un restaurante al frente de las Cataratas de Iguazú. Lo siguiente fue ir al albergue, y mientras intentaba descansar un rato y leer un buen libro, excelente recomendación que me habían hecho, reparé en el televisor del barcito en donde estaban transmitiendo un duelo de azules sensacional: Chelsea FC Vs Shalke 04. Obviamente mi corazón estaba con los ingleses, y festejé su victoria. Luego recordé que a las 10 pm hora brasileña era el juego de vuelta entre mi Millos y el São Paulo FC. Había escuchado rumores de revancha, y la verdad estaba asustado, porque en realidad los brachos saben jugar a la pelota, y son capaces de cualquier cosa. Así que me alisté en primera fila, pedí que me colocaran el juego, me pedí unas cervezas, y me puse en tono de “parche futbolístico”. En esta ocasión mi parche futbolístico se reducía a los dos tipos que atendían en el bar, uno medio argentino medio brasileño, y el otro totalmente argentino, que desde que comenzó el partido estaban haciendo fuerza por que el São Paulo no pasara. Yo estaba llevado en el juego, pero pude ver una payasada de esas que solamente se ven aquí en Brasil. Romario, ahora técnico del Vasco de Gamma, viendo a su equipo ya prácticamente eliminado, en un acto de desesperación se calzó de nuevo las “chuteras” —guayos, diríamos nosotros—, y saltó a la grama esperando darle un gol a su equipo para poder por lo menos ir a los penales. El milagro, claramente, no sucedió. Pero si la suerte del Vasco ese día estaba en baja, la de Millos iba mejorando, y a miles de kilómetros del sitio de encuentro, y solo y único hincha oficial del equipo, celebré el triunfo como loco —bueno, mas o menos, mi consigna es no perder la compostura en medio de la borrachera—. Un par de tequilas, una sonrisa de oreja a oreja, no sé cuantas cervezas, y a dormir mientras al fondo un parche de alemanes medio rukies seguían en su conversa de quién sabe de qué idioteces tratando de levantarse a unas suecas que no les estaban dando ni la hora.

A soul in tension that's learning to fly

Claramente iba a dormir poco ese día, pues al día siguiente debería estar listo a las 8 am para salir rumbo a Puerto Iguazú, Argentina, a cumplir, en primer lugar, la misión que me había traído, que era pedir la dispensa como turista, saliendo del pais y entrando de nuevo. Pero además de esto, debía también conocer la otra parte de la historia de las cataratas: la parte argentina. El hombre del colectivo que nos llevó resultó un argentino bastante buena gente, quien en un par de palabras que cruzamos al comienzo percibió que sabía de futbol más de lo normal, y que seguía más o menos el campeonato argentino. Así que desde ese momento le caí bastante bien. Eso era necesario, pues debía parar dos veces en el viaje, una para marcar mi salida del país y otra para marcar la entrada. Generalmente en estos paseos no hay paradas, porque la gente simplemente va y vuelve con un permiso especial. Pero en esta ocasión, para mi fortuna, además de mí, las cuatro suecas que había visto la noche anterior, y dos gringas más que solamente vi ese día, iban rumbo a Buenos Aires luego de haber recorrido las cataratas.

Llegamos a la entrada del parque a las 9 am, hora argentina —10 am hora brasileña—. Aquí, y particularmente, en esta hora del año, los horarios y los relojes son la locura. Los brasileños en la segunda semana de octubre adelantan 1 hora por aquello del verano. Luego entendí por qué, y es simplemente para que el amanecer no sea a las 5 am, sino a las 6, con el efecto de tener ocasos a las 8 pm. Claramente allí, a los casi 60ºO el atardecer es mucho más tarde que aquí en São Paulo, así que el efecto era exactamente el contrario al que había visto ya en Recife. En aquella ocasión a las 5 pm estaba ya oscuro. El desorden comienza entonces con el cambio de horario brasileño, lo que hace que vaya una hora delante del horario argentino. Para rematar, generalmente Brasil va una hora delante de Paraguay, pero como los paraguayos adelantan sus relojes una semana después, en aquellos días los paraguayos, que se encontraban a tan solo cruzar el río, estaban dos horas detrás de nosotros.

Al parque llegamos, en la Van, cuatro suecas, dos gringas, un suizo, un francés, un suizo y una pareja medio extraña, un inglés con una peruana, que se suponía que eran un matrimonio, pero parecían cualquier cosa menos eso. A la entrada al parque el guía dio todas las instrucciones del caso, claramente en inglés, y ahí sentí que mi inglés iba mejorando, por lo menos estaba comprendiendo lo que me decían. Sin embargo, esperaba salir a hacer el recorrido con algunos de aquellos extranjeros, pero se esfumaron como arena en las manos, así que nada, me fui a una tienda de recuerdos, me compré un gorrito de pescador —pues el sol ya estaba haciendo mella en mi cabeza— y me fui solo, tal como había llegado, siguiendo el mapa e intentando hacer todo el recorrido. Al reclamar el mapa me habían dado un bono de descuento en el restaurante central, así que esta vez el almuerzo iba a salir mucho más barato, y por lo que dijeron en ese momento, iba a ser bastante bueno: una parrillada argentina.

Si la parte brasileña había sido imponente, pero distante, en la parte argentina me sentiría en el corazón mismo de las cataratas. Los caminos llevan o justo encima de una caída, o justo debajo. Además que todas las caídas, exceptuando la garganta del diablo, que queda exactamente en el medio de los dos países, están en la parte argentina.

Esta vez sí estaba dispuesto a pagar lo que fuera por un paseo en lancha en la parte baja del río. Resultó ser fenomenal. Al llegar a la parte baja te prestan una mochila impermeable para meter todas tus cosas, y luego la lancha sale rumbo a la catarata, exactamente debajo hasta donde la fuerza del agua de para entrar. Yo empaqué todas mis cosas con mucho cuidado. Claramente echaría de menos sacar una foto desde abajo de la garganta del diablo, pero era o perder un par de buenas fotos, o perder la cámara víctima del agua. La elección era clara. El hombre de la Van me había prestado un impermeable para cuando fuera al agua, pero pensé “estoy pagando para que me mojen, y justamente en el momento que lo voy a hacer me voy a portar como una señorita... naaaaaah, ¡qué impermeable ni qué nada!”. La lancha, como siempre, echa una torre de babel. Iba una familia de argentinos, un matrimonio alemán, y al final de la fila un par de coreanos de unos quince años que ni siquiera hablaban inglés. El motor a todo poder, y rio arriba rumbo a la garganta del diablo. ¡Qué fuerza tan impresionante tiene el agua! Claramente nunca se logra llegar hasta el centro mismo de la cascada, solamente a unos diez metros, pero es suficiente para quedar hecho una sopa. Luego, rumbo al salto de San Martín, que es la segunda cascada en caudal. En esta ocasión si logré sentir la fuerza del agua cayendo justamente sobre mi cabeza, ¡qué sensación!

Al volver a tierra firme, me quité la camiseta, y me dí cuenta, justo en ese momento, que algo se me había olvidado empacar en la mochila impermeable: mi pobre iPod Shuffle de nuevo había sido víctima de una terrible lavada. Ya en un churrasco de cumpleaños había sido alcanzado por un intempestivo baldado de agua por parte del aniversariante, que en un ataque de venganza comenzó a tirar agua sobre todo mundo luego de haber sido completamente lavado en cerveza. Pero en aquella ocasión la lavada fue minúscula, en comparación a toda el agua que le pasó por encima esta vez a mi pobre shuffle. Yo lo dí casi que por perdido, aunque como siempre, tenía esperanzas en que el daño no fuera grave. Mientras mi ropa se secaba, con ese sol tan impresionante que estaba haciendo —un elemento más que me señalaba mi buena suerte: mientras llamaba a la gente en São Paulo y me decían que estaba lloviendo a cántaros, yo veía un cielo total y completamente despejado— esperé a que el pobre aparatejo se secara también para, por lo menos, guardarlo, aunque ya fuera muy tarde para eso.

Luego del recorrido en la lancha, y del recorrido por la isla que queda justo en medio de las cataratas, reparé en la hora, y me dí cuenta que eran las 2 de la tarde, hora brasileña, 3 hora argentina, y nos habíamos quedado de encontrar a la entrada del parque a las 4, hora brasileña. Así que tenía dos horas para ir hasta la garganta del diablo, último punto del recorrido, devolverme, almorzar y salir. Para ir hasta la garganta hay un trencito bastante simpático que atraviesa toda la mata por la parte alta. El recorrido es de más o menos veinte minutos, y de la estación del tren hasta la caída son otros veinte minutos, así que tenía el tiempo demasiado apretado. El sacrificio fue difícil, pero no había otra opción: no podría comerme un churrasco argentino en argentina, se había perdido la promoción que me había ganado, y claramente, el paseo quedaría incompleto.

Pues nada que hacer, subir a toda prisa hasta la estación del tren, y esperar a que no demorara mucho en salir el siguiente, pues salían cada media hora. Llegué justo apenas, y ahora iba en el trencito de babel, en donde ahora reconocería unas cuatro americanas, muchos argentinos, más franceses y más alemanes, un par de brasileños —quienes por puro orgullo difícilmente van hasta la parte argentina—, una pareja de polacos, creo, un combo de italianos, otro combo de españoles, unos coreanos, e increíblemente, un par de colombianos, llaneros, más exactamente, que andaban haciendo turismo por aquellos lados.

Fui a toda prisa rumbo a la garganta del diablo, el tiempo estaba contado. Sin embargo, no podía dejar de detenerme al ver que los puentecitos que lo llevaban a uno hasta el corazón de las cataratas atravesaban todo el río a lo ancho. Fue una caminata de 20 minutos sobre agua, agua y más agua. Al llegar al punto final, la sensación es paralizante. El barullo que producen 1700 litros por segundo cayendo a una altura de 74 metros, acompañado de una vista sensacional hacia la parte baja del río Iguazú, hacen de aquel lugar algo imponente, mágico, casi mítico. Ahora entendía por qué las cascadas se habían vuelto una de las grandes dificultades en la colonización de estas selvas. Ahora lograba comprender la dificultad que habría tenido cualquier persona para llegar hasta la parte alta sin correr el riesgo de desprenderse de la roca jabonosa. Ahora comprendía también porqué aquí, al igual que en la parte alta de la amazonia, las cascadas y las cataratas se habían vuelto los insoslayables guardianes de civilizaciones perdidas durante cientos de años.

Pero aunque la suerte estaba a mi favor en aquellos días, no podía “patear la lonchera”, así que solo tenía un poco de tiempo para contemplar tan increíble paisaje. La infaltable sesión de fotografía, unos minutos de reposo contemplando la furia y la belleza de la naturaleza, y luego de vuelta a la estación del tren, en donde habría de llegar cinco minutos antes de que partiera el que me dejaría a las 4 en punto en el inicio del recorrido. Cinco minutos que aprovecharía para comprarme el sandwich más caro de la vida —AR$18, equivalentes a R$12, unos CO$13.000—, que me iría comiendo en el trayecto de vuelta, y en donde estaría temeroso de las miradas inquisitivas de todo el mundo por odiar la manía de comer en el transporte público colombiano, cosa que ahora estaba haciendo a kilómetros de distancia, pero que no me podía quitar de la cabeza la idea de que hacer eso es un acto de mala educacion. Igual, en medio de tanta gente, tanta cultura, y tanto barullo, a todo el mundo le importaba un sieso lo que hiciera o dejara de hacer.

Había olvidado que toda mi compañía era o americana o europea, así que eran increíblemente puntuales. No había contado con el trayecto desde la estación del tren hasta la entrada del parque, lo que sumaba unos diez minutos más al trayecto, y fue exactamente lo que retrasé el viaje de vuelta. 4:10 y el conductor estaba en la puerta esperandome, diciéndome: “¡soj el último, te ejtabamoj ejperando!”. Así que con la vergüenza del caso, y en un inglés medio ininteligible, pedí disculpas a los acompañantes, y nos pusimos de nuevo rumbo al albergue, luego de dejar a las suecas y a las gringas en la terminal de Puerto Iguazú, quienes se dirigían rumbo a Buenos Aires. Ese debía ser mi destino, pensaba yo, pero bueno, ya no había forma de ir hasta allá, el tiempo era escaso, y ya no era hora de arrepentimientos de ningún tipo —bueno, de hecho para mí es difícil tener arrepentimientos; los tengo, sí, pero son más bien escasos, y por lo general duran poco, a menos que sea algo realmente grave—.

A la vuelta marqué la entrada, con lo cual cumpliría mi principal objetivo del viaje: obtener la dispensa por tres meses en Brasil como turista.

La noche resultaría bastante social. En el cuarto donde me estaba quedando habían llegado un americano, de padres mexicanos, así que hablaba español bastante bien, y un francés que había recorrido medio continente, quien, a medias, había logrado aprender un tanto de español, así que me evitaría, por un tiempo, tener que hablar en inglés. Luego de una buena conversa sobre las bellezas de américa latina, y unas buenas cervezas, esperaría a que el sueño me atrapara acompañado de una buena y entretenida lectura, justamente sobre la selva amazónica.

Money for nothin' and chicks for free

Al siguiente día tenía un punto turístico que conocer, en el cual se me salieron mis más increíbles deseos consumistas. El destino era el “Duty Free Shop”, que queda en la frontera entre Brasil y Argentina. El día anterior habíamos pasado por ahí, y ya me habían hablado de aquel sitio en donde esperaba solamente conseguir unos buenos cigarros —pues los brasileños son simplemente una porquería—, y quizás algún licor a precios razonables, para alguna ocasión especial.

En el punto del bus me encontré al francés que se había quedado la noche anterior en mi cuarto, y que iba rumbo a Buenos Aires. Estaba un tanto enojado porque llevaba más de media hora esperando el bus y nada que pasaba. Sin embargo, al llegar yo, increíblemente el bus pasó. El franchute me dijo “sos un chico con suerte”. Luego, teníamos que cambiar de bus con destino a Argentina, así que encendimos un cigarro mientras pasaba. Mientras hablabamos un rato sobre sus viajes y su próximo destino —ir a Boston a visitar a su novia pakistaní— esperabamos el bus pensando que se iba a demorar. Sin embargo, mágicamente, justo cuando iba a apagar mi cigarro el tan anhelado bus apareció. Entonces el francés me dijo “sos un chico con mucha, pero mucha suerte”. Se quedó en la frontera brasileña haciendo la respectiva salida, y yo seguí rumbo a mi destino.

Pues al llegar al sitio fue tan impactante la impresión de ver tantas cosas, y todas, absolutamente todas, sin impuestos, que cogí un carrito y empecé a ponerle cosas como un desesperado. Luego de una larga y dura deliberación, tomé un bipack de Camel —estos sí que eran buenos, pues eran hechos en Alemania—, una botella de whiskey Chivas Regall 12 años, un vodka Absolut 100, un zippo, el balón de futbol oficial de la Copa Sudamericana, unos tenis Nike, unos chocolates suizos para mi casa en donde son fans del chocolate, un termo que hacía mucho rato estaba buscando para prepararme un buen mate, y como a mi mochila no le cabía ni lo que traje, entonces, pues otra mochila.

De no haberme contenido, hubiera comprado un marco nuevo para mis gafas, y no dos sino cuatro cartones de cigarros, y quién sabe cuántas cosas más. De hecho pensé hasta en unos habanos “Montecristo”, que la verdad estaban a precios razonables, y no los exorbitantes precios a los que siempre se consiguien. Pero no, no se podía comprar nada más. De hecho el dinero que llevaba en efectivo en ese momento no me alcanzó, y tuve que pasar mi tarjeta, la cual, como no tiene mi nombre ni nada, fue objeto de una mirada inquisitiva de parte de la cajera quien me vió como un miserable bandido que estaba usando una tarjeta que no es la suya, luego de que le había dicho que le iba a pagar en reales, y ahora sacaba un sospechoso cartón.

En fin, fui a mi casa, dejé el cargamento, y me fui al centro de Foz de Iguaçu para conocer un poco la ciudad. Necesitaba comer alguna cosa, y justo en el camino, en una cuadra, encontré una seguidilla de peluquerías que me hicieron recordar que era hora de acabar con la mota que tenía ya, y con la cual me estaba empezando a ver como Krusty el payaso.

Al volver a mi “casa” temporal, una luna increíble, roja como la sangre, se alzaba a lo lejos en el horizonte. Intenté tomarle unas fotos, pero las limitaciones técnicas de mi cámara, y mi falta de conocimientos en fotografía en esas condiciones no permitieron que hiciera un buen trabajo. En fin, un recuerdo más que solo quedará en la memoria.

A la noche, en el albergue, unas cervezas y de nuevo los franceses rukies fastidiando la vida por ahí. Reté a uno de ellos a jugar a la “cinuca” —es bastante parecida a nuestro “billar pool”, con la diferencia de que uno de los jugadores embochola las pares y el otro las impares, y la última, la del ganador, es la bola 8—, me ganó un par de veces pero luego le gané, y luego nos aburrimos del juego, y me puse a conversar con sus amigos, quienes habían atraído una francesa que había llegado esa tarde, y que justamente ese día estaba de cumpleaños, y un par de finlandesas que andaban de tour por todo brasil desde hacía un par de meses, y hablaban portugués ya con alguna facilidad.

Cuando la francesa se enteró que yo era colombiano, lo primero por lo que me preguntó fue por Ingrido Betancourt, tan famosa en las tierras galas. Yo duré casi una hora tratándo de explicarle cómo son los asuntos políticos colombianos, y porqué no estaba de acuerdo con el famoso intercambio humanitario, sin embargo la conversa se puso muy tensa, definitivamente hablar de política siempre deja malos resultados.

La francesa se fue a dormir un poco enojada conmigo, y las dos finlandesas estaban aburridas ya con los franceses que sólo hablaban en francés, así que se pusieron a hablar conmigo. En un acto de desesperación, los idiotas franceses se pusieron dizque a jugar con estas mujeres, y creyeron que lo más entretenido, a esa altura del alcohol, era arrojarlas a la piscina. No sé si lo hacían en serio o en broma, pero luego de ver a las mujeres gritar como locas desesperadas porque no las tiraran, y yo no iba a hacer nada —soy cualquier cosa menos un héroe, además, si las niñas me hubieran pedido ayuda, tal vez lo hubiera pensado— una de ellas salió de la piscina en un estado de ira total, rumbo a su cuarto. Si lo que querían los franceses era levantarse las finlandesas, habían logrado exactamente el efecto contrario. Ahí confirmé mis sospechas: eran unos rukies.

La otra finlandesa, mucho menos enojada, pero aburrida por las estupideces de los franceses, quienes además no paraban de hablar en francés sin que nadie les entendiera una leche, se quedó hablando conmigo, luego —y esto me pareció extraño— se quejó del frio que estaba haciendo. Yo le dije “¡eres finlandesa, el invierno allá es de -20ºC!” Y me contestó que es frio el invierno, pero no es húmedo, sino por el contrario, seco, muy seco. Además andaba con su ropa toda mojada, así que decidió irse a dormir. Al rato ya, y al ver que los franceses no me iban a incluir en su conversación, decidí irme a dormir, mientras una mirada de odio por parte de los rukies me perseguía de camino a mi cuarto. No sé porqué, pero sentí un fresco.

Welcome my son, welcome to the machine

Al día siguiente tenía una parada más por hacer: la famosa represa binacional de Itaipu. La noche anterior me había acostado a las 4 am, y no lo había ni notado, y en esos días en medio de tanto jolgorio y tanto paseo había dormido menos de cuatro horas diarias, así que era un buen día para dormir un rato. Salí a las 12 del albergue, esperando llegar al tour de 2 en la represa. Sin embargo, ese día pensaba que ni el transporte ni nada estaba de mi lado. Duré media hora esperando el bus hasta el centro, en donde tenía que tomar otro con rumbo a la represa, el cual también tuve que esperar otra media hora. Ya al ver que no iba a llegar a las 2, me resigné a esperar el de las 3 que era el último en salir. No había comido nada, y pensé en que había sido un idiota al no pasar por el centro de Foz a comer algo. Llegué a las 2:35, pero con la grande fortuna de que justamente en ese momento estaba saliendo una “visita especial a la hidroeléctrica”, la cual no era como las comunes, que solo pasan por encima, sino que van hasta el eje mismo de las turbinas, en la parte más baja de la planta. Era un toque más cara, pero con ese gusto hereditario que tengo por las máquinas y los cacharros me hicieron tomar la decisión inmediatamente. ¡Claro que iría!, después de todo mi suerte no era mala ese día, más bien estaba en su mejor momento. La visita fue fenomenal. Todo un tour por la parte alta y baja de la represa. Fue otra de esas sensaciones inolvidables ver semejante maquinerío que escasamente produce el 25% de la energía de Brasil, pero el 97% de la energía de Paraguay. Claramente Paraguay es un país bastante pequeño, pero con esta hidroeléctrica hizo el negocio de su vida. Solamente consume el 7% de la producción eléctrica, y el resto se lo vende a Brasil. Obviamente el préstamo que tuvo que pedir para cubrir sus gastos de la construcción de la planta no los acabará de pagar sino hasta dentro de unos quince años, pero luego de eso será ganancia pura, haciéndo de este pequeño y medio ingenuo país el mayor exportador de energía eléctrica de todo el mundo.

La represa es enorme, realmente enorme. El recorrido duró dos horas en los cuales escuché historias tanto de su contrucción como de su tecnología que en este momento no me voy a poner a contar, pero la visión más impactante, aparte de la vista a la laguna, fue la última, en el corazón mismo de la hidroeléctrica, en donde un eje de 1700 toneladas giraba a gran velocidad, y movido simplemente por el agua.

Era hora de volver, se me acababa mi tiempo en Iguaçu. El día anterior había comprado unos pasajes con destino a Curitiba, una ciudad que todo el mundo me había dicho que conociera, y en donde pasaría solamente un día. Tenía una hora y media antes de que saliera el último bus con destino al terminal de buses, así que decidí tomarme una cerveza y despedirme de los pocos amigos que había hecho, ahora con un deseo extraño de quedarme así fuera solo una noche más. Pero ya no había nada que hacer, el pasaje estaba comprado. Una despedida muy cordial, sobre todo con la gente del albergue quienes fueron bastante amables conmigo. Antes de salir decidí hacer una llamada telefónica, con la mala fortuna —creía yo en ese momento— de que me dejara un alimentador que me sacaba de el albergue a la avenida. Pues ni modo, acomodar mis mochilas y comenzar la caminata de casi dos kilómetros antes de que me dejara el otro bus. Sin embargo, al llegar a la avenida, y justo antes de que pasara el bus hacia el terminal, recordé una cosa bastante importante: esa tarde, cuando había llegado al albergue, había puesto a cargar mi shuffle —quien milagrosamente había sobrevivido sano y salvo a la lavada en la catarata—, y ahora lo había olvidado. La decisión fue muy rápida: perder el bus, e irme en taxi hasta el terminal, que costaba unos R$40, o perder el iPod, que en aquellas tierras estaba cerca de los R$300. Pues a caminar a toda prisa de nuevo los dos kilómetros que separaban la avenida del albergue, llegar sudando a decirle a Víctor —el administrador del albergue— que por favor me pidiera un taxi, recoger a toda carrera mi pobre shuffle que había quedado abandonado en los computadores del bar, y volver para contar a todo mundo la historia. Víctor me dijo “acabas de economizarte unos R$250”, claramente yo dije “no, tenía que decidir entre perder R$40 del taxi o R$300 del iPod, pero que tenía que perder, tenía que perder”. Llegó el taxi, y salí ahora rumbo al terminal, con tal suerte de que en el camino me encontré a un carioca que iba de la mano de una rubia local. Iban claramente de juerga, y tenían que andar aquellos muy largos 2 km para quien no suele andar, así que me pidieron el favor de que los sacara hasta la avenida. Yo les dije que iba hasta la rodoviaria, así que los podría acercar un poco más. Sin embargo el carioca me dijo “vamos un poco más allá de la rodoviaria, si quieres vamos todos juntos y dividimos el pago del taxi”. ¡Perfecto para mí! Así reduciría considerablemente la pérdida, y llegaría en taxi al terminal evitandome la conexión que hay que hacer en aquella ciudad entre los buses urbanos. Definitivamente mi suerte se mantenía, aunque mi cabeza no me ayudara pero ni un poquito.

Llegué a las 8:30 al terminal, tiempo suficiente para comer cualquier cosa, y subirme al bus que me llevaría a mi nuevo destino.

Do you come from the land down under?

Llegué a Curitiba a las 6 am. Temprano, muy temprano para una ciudad en la que el transporte público vale la mitad los domingos porque nadie sale de casa, y lo único que hay en la calle son turistas. Además iba cansado, muy cansado por el ritmo que había llevado toda la semana, y porque en el bus no había podido dormir prácticamente nada por culpa de una señora que iba al lado mío y cuyos ronquidos habrían despertado hasta al conductor en caso de que también intentase quedarse dormido. Tenía mucho sueño, la espalda hecha pedazos por causa de la silla que solo se reclinaba a medias, lo cual, creo, en vez de ser más cómodo es terriblemente más incómodo si tu cuerpo se resbala hasta que los pies toquen el piso, y la espalda quede a medias entre el espaldar y la parte de abajo de la silla. Pero no era hora de quejarse. Había que hacer algo, así que un buen desayuno, y una buena dosis de café mejoraría el panorama por lo menos un tanto.

Guardé mis cosas en un locker, rogando a todos los dioses existentes y por existir que no les pasara nada en un lugar tan lejano y tan desconocido hasta ese momento para mí. Se pasaba por mi cabeza una vaga idea de qué pasaría si me robasen el locker, en donde, además de todas mis compras del día anterior, llevaba casi toda mi ropa, algunos libros, y no sé qué más cosas. Afortunadamente solo fueron malos presentimientos, pero no pasó absolutamente nada.

La rodoviaria de Curitiba es bastante cerca al centro, así que me puse en marcha rumbo al centro histórico de la ciudad. La ciudad estaba sola, muy sola. No había un alma por aquellos lados, y el cielo gris no parecía indicar un buen día para pasear. Luego de algunas vueltas encontré la “estación central”, que se reduce a dos paraderos a cada lado de una callecita en el centro, justo detrás de la UFPR —Universidad Federal de Paraná—, y vi pasar por allí el transporte público urbano que no andara por rieles más grande que había visto hasta ese momento. Se trataba del famoso “biarticulado” de Curitiba. Un bus gigantesco en el que, como luego me enteré, caben hasta 270 personas, y si sucede lo mismo que en el transmilenio, en donde dicen que caben 160 pero meten 200, aquí entonces podrían caber más de 300 personas.

Duré toda la mañana dándole una larga vuelta a la zona sur de la ciudad. Las avenidas son grandes, pero el sistema de transporte me pareció super sencillo y super práctico a la vez. Los terminales no tienen la ostentosidad ni la pretensión de grandeza de nuestros portales bogotanos. Son mucho más sencillos, hechos con estructuras metálicas y techos plásticos a baja altura. Claramente hay muchos más de los que hay en Bogotá, y mucho más económicos. Todo el transporte, absolutamente todo, está interligado, y hace falta uno poco más de inteligencia de la que se requiere para leer nuestros ya enredados sistemas de letras y números. Sin embargo, con un poco de lógica, otro poco de intuición, y mucha paciencia, es posible interpretar todo el sistema. Obviamente no podía ser perfecto, y había un defecto que era terrible, sobre todo para quien ya se acostumbra al sistema bogotano: como las estaciones están a lado y lado de la avenida, y no en medio, hacer transbordos es una cosa supremamente complicada.

Al medio día volví al centro de Curitiba, tratando de buscar un bus que tenía un recorrido especial para turistas. Cuando llegué acababa de salir uno, así que me fui a almorzar, pero con la mala fortuna de que al volver me dijeron de nuevo: “el bus acabó de salir”. Pues me resigné, y decidí dejar de lado mi actitud de turista, y comenzar a caminar por la ciudad tratando de buscar la parte histórica. No sabía exactamente dónde quedaba, y no sabía cuales eran los sitios famosos para visitar. No logré encontrar la ópera de Arame, ni el museo Oscar Niemeyer, pérdidas que pueden resultar bastante valiosas, o se pueden convertir en una excusa para volver después. Ya no importa.

En el centro histórico había una feria artesanal inmensa. Unas seis o siete calles de casetas con chucherías, y más chucherías. Yo no soy bueno para comprar estas cosas, así que pasé mirando a toda carrera, y empecé a ver que en ese momento de la tarde —eran solamente las 2 pm— estaban empezando a recoger todo. Completaría mi vuelta por el centro de la ciudad, haciendo tiempo para llegar a la rodoviaria a eso de las 4:30-5 pm para llegar a São Paulo antes de la media noche.

Al subirme al bus pensé en irme durmiendo todo el camino, sin embargo era tal el cansancio del día, y tal la cantidad de café y Coca-Cola que había tomado, que a esa altura de la tarde no tenía ni sueño. Aún tenía una tarea por acabar, y era terminar de leer aquel magnífico libro que me habían prestado. El tiempo estuvo super justo, y antes de entrar a la ciudad de São Paulo estaba terminandolo de leer.

Hubo una parada a eso de las 8:30 para comer. Esta vez el paradero era completamente diferente al de ida. Solo dar una mirada por el sitio y me había dado cuenta de que ya estaba de nuevo en el estado de São Paulo. Este no era self service, sino una especie de shopping con restaurante, en donde todo era supremamente caro. El kilo de comida estaba a eso de R$25, así que comer era un lujo, y ya me había gastado demasiado dinero en todo el viaje como para venir a dejarlo aquí a mitad del camino. Un sandwich, una gaseosa, un cigarro, y nos fuimos.

Al ir llegando otra falla de la cabeza, y otro golpe de suerte. Esta vez la pérdida hubera sido terrible, y absolutamente irreparable. Llevaba mis dos mochilas, la que llevaba y la que había comprado. Llevaba por fuera mi chaqueta, el libro que iba leyendo, y mi cámara que llevaba colgada al cinturón. Le había preguntado al conductor si pasaba cerca de la USP, y me dijo que efectivamente sí, así que no tendría que irme hasta Tietê de nuevo para luego devolverme hasta la casa, así que llevé mis cosas del último puesto en que me encontraba, a uno de los puestos de adelante. Justo antes de bajarme me doy cuenta de que mi cámara no estaba con mis cosas. Casi entro en pánico total. Podría perder cualquiera de las otras cosas que llevaba, pero en la cámara había un registro fotográfico y fílmico imposible de recuperar, por más que volviera a aquellos sitios tan maravillosos. Entré en razón, y volví al sitio donde me encontraba en donde, para mi fortuna, habría quedado la cámara.

Oh my life is changing everyday every possible way

Ese día debía haber llegado a mi casa, pero al salir de São Paulo un par de cosas que había hecho se convertirían en eventos importantes para alguien que se ha vuelto alguien muy cercano. Iba muerto, pero la llegada no sería a mi casa, ya estaba decidido.

Definitivamente nada une más en el mundo como compartir los dolores. Las alegrías se comparten fácilmente, pero compartir una pena es muy difícil. Tal vez sea solamente el miedo y la repulsión que sentimos muchas veces los seres humanos por sentirnos frágiles, vulnerables. Cuando compartes una fragilidad con alguien, es difícil saber si ese alguien no se va a aprovechar de tu punto débil de alguna manera, la cuestión se convierte en un juego de confianza. Por lo general mis amigos me confían muchas cosas, y a veces —no siempre, debo aceptarlo— soy bueno guardando secretos. No me gusta presionar a nadie a que me cuente nada, o a que me comparta nada, me parece una cosa detestable. Simplemente dejo que las cosas fluyan. Trato de generar algo de confianza, trato de ser fiel a la confianza que me den. No soy un tipo perfecto, así que en más de una ocasión he metido las patas, pero bueno, así no sea fiel a ningún principio, por lo menos trato de ser fieles a quienes me ofrecen algo de amistad. Creo que es más sensato ser fiel a amistades que ser fiel a principios.

Esta es la principal razón —creo ahora— de que mi vida ande llena de conflictos prácticos totalmente irresolubles, y con los que tengo que vivir y ya. Pueden haber conflictos entre principios, que algún metaprincipio logre solucionar. Pero cuando se trata de conflictos entre personas, sobre todo entre amigos, la solución no es un “metaamigo”, o algo que se le parezca. El problema está ahí y no va a desaparecer de ninguna manera. Hay que vivir con eso.

El punto es que mi amiga me estaba esperando. Yo quería hablar con ella y ella quería hablar conmigo. Era tarde en la noche, pero para un ser noctámbulo como yo eso no es ningún problema. Mi problema serio se ha vuelto que con el cambio de horario, y la llegada del verano los días se están haciendo más largos y las noches más cortas. Eso me molesta profundamente, pero nada que hacer, habrá que vivir con eso también, así como con el calor absurdo que poco a poco empieza a sentirse.

Fue una larga conversa. Hablamos de mi viaje, de su quedada, de cosas y más cosas. Ahora que escribo esto es ella la que anda de viaje, y quizás la sensación sea la inversa para ella y para mí. O quizás no, pues muy seguramente nadie es capaz de sentir lo que otro siente.

En fin, la historia no es historia sino hasta que se acaba, y esta historia apenas está comenzando —creo—. Ya habrá tiempo para otras historias, y creo que ya he escrito demasiado.

miércoles, octubre 17, 2007

I'ts just a perfect day, I'm glad I spend it with you...

Bueno, para quienes se preguntan cómo resulta una semana común y corriente para un filósofo en esta ciudad, la verdad, es muy sencilla. Por lo general los días se resumen en llegar tipo 10—11 am a la biblioteca, guardar la mochila, sacar el laptop y sentarse a leer, escribir, y cuando ya entra el cansancio, a procrastinear en la internet. Eso es de las 11 a la 1 pm, hora en la que hay que ir a almorzar. El bandejão está abierto de 11 a 2, pero resultaría ocioso muchas veces ir directo al almuerzo habiéndose levantado —como ya se me ha vuelto un hábito— a las 9 o 10 am, y desayunado por lo general entre 10 y 10:30. Muchas veces, que me despierto muy tarde, claramente prefiero ir directo a almorzar, sin comer nada en la mañana —no tiene mucho sentido desayunar a las 11 am cuando uno sabe que el almuerzo está listo a la 1—.

Generalmente los días son distintos cuando tengo clase, y como Marco, mi orientador, es inaudítamente un filósofo diurno y madrugador, sus clases comienzan siempre a las 9 am. Todo el mundo trata de llegar temprano, aunque es difícil lograr. Más aún es mantenerse despierto, por lo que me he dado cuenta, y no porque la clase sea aburrida, sino porque todo el mundo está acostumbrado a las clases de 4 a 7 o de 7 a 10, como suelen ser normalmente las clases de posgrado aquí.

Las clases de Marco son los martes, y justamente ese mismo día en la tarde es la reunión del grupo de ética, entonces los martes se convierten en los días “chocolate Sol”. Luego de hablar toda la mañana de no se qué diálogo de Platón, en la tarde vamos para alguno de aquellos capítulos super difíciles del libro II o III de la Ética a Nicómaco. A las 5 pm acabaría la jornada, de no ser porque mi ociosidad no me deja irme temprano nunca para la casa, así que luego de esa hora tomo rumbo a la biblioteca en donde voy a ponerme a leer un rato, o a escribir alguna cosa, o, como siempre, si estoy muy cansado, a procrastinear un rato en la internet. Por lo general salgo a eso de las 7 de la biblioteca, buscando algo de comida. Si ando todavía con mucha energía, voy al bandejão de nuevo, y regreso a la biblioteca hasta eso de las 9:30—10 pm en donde ya comienzan a cerrar. Pero si no, salgo rumbo a mi casa, en donde preparo alguna cosa, o, como ha sucedido bastante en los últimos tiempos, me dejan algo de comida, mientras yo me encargo de fregar los platos.

Esos son casi todos los días de lunes a jueves. El día jueves por lo general alguna cosa acontece. Antes no era tan común, pero me he vuelto muy amigo de un par de nordestinos a quienes les gusta mucho “el chorro” “la bebeta”, “la juerga”, “la bagunza”. En fin, el punto es que los jueves puede resultar un día de “Quinta e Breja” en la ECA. Creo que esta última frase necesita ser traducida porque resulta totalmente ininteligible. El nombre es “quinta e breja” porque es “quinta feira”, es decir, jueves, y es “breja”, que es un modo coloquial de decir “cerveja”. La traducción literal sería “birra”, o “pola”. Y fuera de eso es en la ECA que es la “Escuela de Comunicación y Artes”, es decir, es como Artes en la nacional, con la pequeña gran diferencia de que aquí, dentro de la universidad, aunque sea prohibido por ley desde hace más de quince años vender cigarrillos, es posible, con un permiso muy breve de obtener, vender toda la cerveza que la gente sea capaz de beber. Entonces las noches de “quinta e breja na ECA” que comienzan a eso de las 9 pm se pueden ir, tranquilamente, hasta eso de las 3, 4 o 5 am.

La verdad solo he ido un par de veces a estas noches de quinta y breja, pero han sido la locura. Hay cosas muy buenas. Particularmente la música. No es esa ñerada del “funky carioca” que ponen en todas las fiestas, y que es equivalente al reggaeton puertoriqueño. La lírica tiene un parecido de familia increíble, aunque el ritmo resulta un tanto diferente, con algo de mistura de samba y esas cosas. Igual, no deja de ser desagradable. Pero bueno, en la ECA, como son una mano de artistas locos, entonces ponen una música super del putas. Y claramente hay buena música, y llueve cerveza, y siempre he resultado hablando cualquier cantidad de güevonadas con cualquier persona que aparece por ahí. La última vez la escena fue surreal. Estaba con unos manes hablando basura, y fui a comprar cerveza. Cuando estaba devolviendome, llevaba cinco cervezas en la mano, y vi a una niña con una cara bastante llamativa, que me miró como diciéndome “¿por qué no me dejas una cerveza?”. Obviamente ante semejante tentación no pude hacer sino mirarla, voltear a mirar a mis amigos —que no me vieran, claramente— y quedarme con ella hablando y bebiendo las cervezas que había traído. De repente la mujer se pone en pie, y cuando me doy cuenta mi cabeza quedaba a unos diez centímetros de su hombro...... Como después me hizo caer en cuenta un amigo, es la sensación de quedar “enmesado” en un chico de billar..... bueh... la “menina” miró mi expresión —porque tras del hecho no creo que tuviera más de 20 años—, y lo único que pude decir es.... “perdón, permiso, fue un placer....”. En ese momento lo mejor que pudo hacer fue mirar mi cara de susto... y volverse a sentar. Luego, por cosas del trago y de la noche, no sé cómo ni con quien —y pues ya ni me interesa— sumió.

Los viernes, generalmente, hay también alguna fiesta en la U. He ido a un par, pero no han resultado como me lo esperaba. Casi siempre hay fiesta en la FAU —Facultad de Arquitectura e Urbanismo— pero son medio jartas. Lo único bueno, quizás, es que la cerveza es re barata, son 4 latas por R$5, y casi siempre es cerveza de calidad aceptable, Skol, o Brahma, que son las promedio por aquí. Clarmente hay cervezas de bajo nivel, hay unas que en una tienda son a R$0,70... tres de esas y el guayabo al otro día es para podrirse... Las buenas, son de R$1,50 en supermercado, y claro está, eso nunca lo van a vender en una fiesta. Por lo general la que venden es marca Itaipava. Un par está muy bien, pero luego de la sexta cerveza, ya hay que esperar una fuerte resaca al día siguiente. Pero de todas las rumbas que he visto en la USP, la mejor de todas ha sido el famoso “Osama Bin Reggae”, que fue en historia aquí en la FFLCH (Facultad de Filosofía, Letras e Ciencias Humanas) a la que por molestar la llaman la FFLXO —FFLCH se pronuncia comunmente fefeleche, y la mofa es fefelixo, y lixo, en portugués, es “basura”—. Bueno, el punto es que esta fiesta ha resultado siempre todo un éxito, y en aquel día habían aproximadamente unas dos mil personas. Se vendieron cerca de 500 “dozeas (docenas)” de cerveza, y según chismes, habían mas de dos mil personas. Definitivamente esa ha sido la mejor fiesta a la que he ido.

Los sábados definitivamente son los que se han vuelto la locura. Creo que desde que volví de Recife ha habido churrasco cada sábado. Bueno, a eso hay que sumarle el hecho de que Paul estaba en la casa. Paul es un chileno de poco más de 40 años pero parece de 20, y es de esos manes que puede beber toda la noche sin parar, dormir una hora, darse un baño y salir a trabajar, y luego en la noche volver a beber, y mantener ese ritmo hasta por una semana. Bueno, eso es lo que cuentan en la casa de Paul hace unos años, pero definitivamente la edad ya lo está cogiendo, y lo he visto ya en más de una ocasión terriblemente chatarreado a causa del alcohol. Por lo general el plan comenzaba a eso de las 6:30 pm cuando íbamos al supermercado a comprarnos unas carnitas, unas lingüiças y unas cervezas. Generalmente Paul compra Picanha, que en corte americano es la punta de anca. La pieza se asa completa, primero por el lado de la grasa, y luego por el otro lado. El sabor es delicioso, impresionante. Mientras está la carne —pues es bastante demorada— se van comiendo unas lingüiças, que son como chorizos, o longanizas. No tan grasosas, y por lo general picantes, bastante buenas también. Casi siempre las acompañamos con pancito y guacamole —que yo siempre hago y por el cual me gané el apodo de “guacamolero”—. Alguna ensalada con agrião —que es una mata cuyo nombre en español nadie me ha podido decir, pero según todo el mundo limpia el hígado, entonces es buena para cuando se está bebiendo—, de vez en cuando unas papitas —infaltables, más aún para este rolo producto de la sabana—, o también unas arepas que a veces hace Martha —que en la mejor actitud de paisa de la vida, se trajo desde Colombia un molino, sí un molino “Corona”, el famosísimo—, y como ingrediente brasileño, el famoso “queijo de coalho”, que es un queso para poner en la parrilla y que es sencillamente alucinante. Para acompañar todo esto yo casi siempre, y mientras el dinero deja, me traigo unas cervezas negras, ahí como para empezar, y luego, como siempre, rematamos con “Bohemias” o “Original”, que definitivamente, de las cervezas de bajo perfil y que se venden en canasta, son las mejores que tiene Brasil. Las otras, pues ya son muy, pero muy caras, y nadie las va a comprar para emborracharse. Y así va pasando la noche entre comida, bebida, charla, dependiendo de la compañía se baila alguna cosa, se le enseña a las brasileñas a bailar salsa mientras ellas nos enseñan a “dançar forró” —una música super típica de aquí, bastante parecida a la norteña, o al country—, y así va pasando la noche en medio de la bagunça. Al final, casi siempre, rematamos Paul y yo escuchando algunas rancheras, o unos vallenatos, pues por no sé qué extraña razón, o por quién sabe qué enredo que tal vez tuvo Paul con alguna colombiana, le encantan los vallenatos, ¡¡¡¡y se los sabe, se los sabe todos!!!! Si la noche está muy heavy —como ha sucedido en los últimos tiempos con el despecho de Lenin— se remata con cachaça… eso sí, al otro día nadie se levanta… todos aporreados y con el hígado echado a perder.

El fin de semana pasado se fue Paul. Claramente había que hacerle los honores de la despedida. El man es de esos amigos de todo el mundo, así que en la casa teníamos una buena cantidad de gente de Geociencias, la gente de la casa, los amigos de por ahí, en fin, todo un combazo. En la casa había vino argentino, chileno y brasileño —el más malo, por supuesto, aunque este estaba más bien bueno—, cachaça, y las estrellas de la noche, un Ron Havana 7 años y un Medellín 8 años. Fuera de eso una nevera llena, pero llena de cerveza, y la churrasquera rebosante de carne. Y pues si señores, 8 am —paradójicamente ese día fue el cambio a horario de verano, o sea que en realidad eran las 7 am— y allí estaba el último individuo en pié aún colocando música y bebiendo cerveza.

Tal vez ahora la cuestión sea diferente. Paul se fue, acabó su doctorado, y volverá solamente a sustentar a mediados de diciembre. Para ese entonces dudo mucho estar todavía por aquí. Recordaré con gratitud los quinientos apodos que me puso, entre los cuales los más memorables serán el famoso “gato septembrino”, por andar de fiesta en fiesta, y llegar aporreado a la casa, así como los gatos cuando vuelven luego de sus juergas… solo que, como él mismo decía… “hice mi agosto en septiembre…”.

Definitivamente sí que he ganado apodos aquí en Brasil. María me puso “Rana René”, Martha, luego de verme medio enfermo y a punto de darme un “yeyo” me dijo “pobrecita la criatura”, y desde eso soy “la criatura” de la casa. Paul, ya dije, me llamaba “gato septembrino”, Brahma —el brasileño que vive con nosotros, pero que nunca aparece en la casa, y que cuando aparecía me veía despertarme al medio día— me colocó “Urso Polar”.

Ahora se aproxima de nuevo una semana de rumba pesada. Por cuestiones de carnaval, principalmente, la mayoría de los brasileños cumple años en octubre o noviembre, así que de aquí a que me vaya habrá una imparable seguidilla de cumpleaños que claramente no me voy a perder. Fuera de eso se aproxima un necesario viaje a las afueras de Brasil —Foz de Iguaçu (Brasil), Ciudad del Este (Paraguay), Puerto Iguazú (Argentina), y de vuelta— por cuestiones de visa, y esas vainas internacionales.

El paseo pretendía en su comienzo ser más largo pero hay varias razones por las cuales no se va a poder extender más. Primero, el asunto monetario está bastante difícil ahora, y viajar, sea como sea, resulta caro, aún más si uno va solo. En segundo lugar, el sábado hay cumpleaños y el próximo sábado hay cumpleaños, así que el paseo será de domingo a viernes. Por otro lado, el domingo siguiente hay un concierto que no me lo podría perder de ninguna manera, Björk. Espero de aquí a un tiempo estar contando cómo salió todo esto.

martes, octubre 09, 2007

Los 10 mandamientos

Luego de subir a una montaña perdida, y en medio de una iluminación divina, esto se me apareció entonces:

1. No dar papaya
2. No pedir cacao
3. No mostrar la hilacha
4. No patear la lonchera
5. No mostrar el hambre
6. Aprovechar cualquier papayazo
7. No correr la butaca
8. No hacer cajón
9. No echar el bulto
10. No vivir de gorra

Seguramente faltarán algunos... aunque seguramente sean teoremas de los aquí presentados... igual, háganmelos saber.

martes, octubre 02, 2007

Pero el viajero que huye tarde o temprano detiene su andar

Faltan solo un par de meses para regresar. Aventuras hay muchas que contar, pero a veces eso de sentarse a escribir produce mucha, pero mucha pereza, o simplemente no se quiere contar nada reciente. Bueno, en general, han sido dos meses ya de nerditud y ñoñería total de lunes a viernes, y de fiestas oscuras, churrascos, alcohol y no sé qué otras dionisiadas los fines de semana. Bueno, así estaba planeado. Aunque la cosa se está volviendo jarta. Ya quizás los años hacen que no se disfrute lo mismo una fiesta en la USP del mismo modo en que se hubieran disfrutado si se tuvieran 20. Además el cuerpo se vuelve exigente y ya no es capaz de beber cosas como vinos de R$3 el litro, o cachaças del calibre de la “pitu” o “51”, de R$4,50 el litro, que es lo único que se consigue en estas fiestas cuando ya no queda cerveza —cosa que casi siempre pasa—. El hígado se vuelve exigente, y experiencias vecinas van mostrando las razones. En fin, los años no pasan en balde, y andan pesando un tanto.

Por otra parte, anda revolviéndose en el estómago esa sensación de “tengo que volver” ¿cómo va a estar todo? ¿Igual o diferente? ¿En qué habrá cambiado la situación? ¿O será que yo soy el que está cambiado? ¿Será lo mismo de antes? ¿Querré yo volver a lo de antes? Hay un cierto dejo de nostalgia por los tiempos pretéritos, pero al mismo tiempo hay una sensación de turbia ansiedad y zozobra por los días venideros. Es necesario volver, eso es claro, pero muchas veces no es claro cómo enfrentarse a esos conflictos que aparecen cuando todo parece estarse oponiendo con alguna otra cosa.

Hay posibilidades próximas de viaje, pero a veces no tiene mucho sentido viajar solo. Claramente el viaje es todo un paseo, toda una aventura, pero siempre hace falta o ese Caballero Andante que empiece a hacer orateces, o ese Sancho aburrido pero sensato, que alcahuetea pero al mismo tiempo intenta contener. Aquí claramente Cervantes le pegó: una misma persona no puede tener, por muchas personalidades que tenga, dos como estas. O mejor dicho, hace falta el conflicto, siempre, así tenga simplemente la excusa de “compañía”.

Aquí en la ciudad, por lo menos hasta ahora, y a excepción de ciertos extraños momentos, no ha faltado compañía. No sé si es suerte, o buen carácter, o destino, o como se llame, pero otra cosa diferente es enfrentarse a lugares desconocidos, con gente totalmente desconocida. En fin, una prueba más a ese carácter medio huraño y esquivo del cual todavía algo se mantiene.

Son ya cinco meses aquí. Eso quiere decir que, de no haberse conseguido la “prorroga” ayer estaría de nuevo en la casa —que quizás todavía tendría, porque ahora resulta que ni eso—. Tal vez sea eso lo que me hace pensar en este momento en el regreso. Aún falta mucho por hacer, y no sé si el tiempo sea suficiente, pero pues, como dijo el ciego, “amanecerá y veremos”…

martes, septiembre 11, 2007

καί φημι βροτῶν οἵτινές εἰσιν
πάμπαν ἄπειροι μηδ᾽ ἐφύτευσαν
παῖδας προφέρειν εἰς εὐτυχίαν
τῶν γειναμένων.
οἱ μὲν ἄτεκνοι, δι᾽ ἀπειροσύνην
εἴθ᾽ ἡδὺ βροτοῖς εἴτ᾽ ἀνιαρὸν
παῖδες τελέθουσ᾽ οὐχὶ τυχόντες,
πολλῶν μόχθων ἀπέχονται·
οἷσι δὲ τέκνων ἔστιν ἐν οἴκοις
γλυκερὸν βλάστημ᾽, ἐσορῶ μελέτῃ
κατατρυχομένους τὸν ἅπαντα χρόνον,
πρῶτον μὲν ὅπως θρέψουσι καλῶς
βίοτόν θ᾽ ὁπόθεν λείψουσι τέκνοις·
ἔτι δ᾽ ἐκ τούτων εἴτ᾽ ἐπὶ φλαύροις
εἴτ᾽ ἐπὶ χρηστοῖς
μοχθοῦσι, τόδ᾽ ἐστὶν ἄδηλον.
Y afirmo que aquellos de los mortales que no conocen en absoluto la procreación de hijos superan en felicidad a los que los han engendrado. Los que no poseen hijos, por desconocer si ellos proporcionan alegría o tristeza a los mortales, al no haber llegado a tenerlos se libran de muchos pesares.
Pero aquellos que tienen en su casa un dulce plantel de hijos, los veo todo el tiempo atormentados por su cuidado, pensando primero de qué modo los educarán mejor y de dónde les dejarán a ellos un modo de vida y, además de esto, si se están esforzando por hijos malos o por buenos, lo cual es una cosa incierta.
(Eurípides, Medea, 1090–1104)