viernes, julio 20, 2007

Get your motor runnin', head out on the highway...

Ya se han vuelto habituales los paseos relámpago en esta vista a este enigmático país. Hace unos días unos amigos de la casa vinieron, de paseo simplemente. Venían haciendo toda una gira por el sur del continente, desde Bariloche hasta São Paulo, pasando por la región de los lagos en Chile, por Santiago, por Buenos Aires, luego Foz de Iguaçú, y finalmente, São Paulo. Eran un combo trigeneracional bastante simpático: mamá, hija y abuela, de gira por el cono sur. Pues vinieron a dar a la casa en un momento bastante oportuno, pues hace solo unos días se habían ido María y Mauro a vivir al sur de chile, además Ana María había terminado su estancia en el Instituto Butantã, y Alejo se había ido rumbo a la sierra nevada de Santa Marta a hacer un trabajo para el Banco de la república. La casa había pasado de tener a casi diez habitantes, a tres no más —Martha, que es la esposa de Alejo, Arianna, la hija de Martha, y yo, y bueno Brahma, que es medio fantasma y viene cada vez que San Juan agacha el dedo—. Bueno, el punto es que nada mejor para esos días en que uno se siente medio solo que irse de viaje por ahí a cualquier parte. La verdad esta gente, desde que llegó, había estado planeando paseo a alguna parte, pero en ningún momento me conté dentro del paseo, sino hasta el momento en que llegaron con un carro alquilado, y me dijeron: “camine que nos vamos de paseo”. La verdad, y como todo el mundo sabe, nunca me hago de rogar en esos casos, cogí mi maleta, mi cámara, y algo de ropa, y arrancamos.
El resultado: sensacional. La salida de la ciudad era la misma que tomamos cuando vamos a Campinas, pero una cosa es ir en un colectivo, en donde el conductor sabe claramente a dónde es que vamos, y otra cosa es tener que ir, con mapa en la mano, mirando por dónde es la salida, particularmente cuando uno va a salir de una ciudad como São Paulo, que tiene tanta entrada, salida, autopista, callecita, etc, etc. Pero pues nada, finalmente se logró salir por la AutoBan —es muy simpático este nombre que le pusieron a la “Rodovía Dos Bandeirantes”. Claramente es simplemente para darle un toque de caché, y para que suene a la versión latinoamericana de la Autobahn alemana—. Destino: un pueblito en alguna parte saliendo del estado de São Paulo, llamado Poços de Caldas, estado de Minas Gerais. Claramente tocaba estar pendiente todo el tiempo de el mapa, las señales en el camino, y ese tipo de cosas de las que uno nunca está pendiente. Nadie, absolutamente nadie en el carro conocía el camino. Yo había llegado a Campinas, y de ahí para arriba era totalmente desconocido para todos. Entonces parecía una carrera de Rally: Martha y yo viendo el mapa, y dando todas las indicaciones a Diana —la mamá—, que era quien iba manejando. Ese era el primer nivel de dificultad. Segundo nivel de dificultad: se trata de una autopista en donde el límite mínimo de velocidad es de 100 a 120 km/h. Tercer nivel de dificultad: se trata de un carro alquilado, al que el conductor no le tiene ni la más mínima idea de las mañas y resabios que pueda tener. Pero bueno, dejando tanto nivel de dificultad, y recordando escenas un tanto miedosas —como un cabezote de una tractomula que iba compitiendo con nosotros a algo más de 140 km/h—, la conductora superó la prueba con creces. Y pues bueno, los copilotos hicimos nuestro trabajo, pues en ningún momento nos vimos perdidos. Recorrido total: 250 km —en un promedio de tres horas y media, con dos paradas como de media hora cada uno—.
La llegada al pueblo, como siempre me suele suceder, fue de noche, sin embargo se sentía un ambiente bastante cálido, y mucho más agradable que el ambiente de la grande São Paulo en donde todo el mundo parece tan distante. Claramente había que buscar hotel, y sabíamos que el comienzo de las vacaciones iba a complicar un tanto la tarea. Sin embargo, fue más fácil de lo que imaginábamos, pues pese a que el pueblo solamente vive del turismo, en aquel momento no estaba tan lleno como nosotros creíamos. Pues bueno, se logró conseguir un hotel bastante decente por R$30 la noche por cada uno —un precio bastante módico, realmente, para ser un sitio tan turístico, todos pensábamos que por lo menos iba a salir por unos R$50—, y a media cuadra del parque central. Luego de acomodarnos, y dejar el vehículo y las maletas, salimos a dar una vuelta por el centro. Realmente era una cosa fabulosa. Se trata de uno de esos pueblitos en los que uno soñaría con pasar los últimos días de su vida, o por lo menos los días que le queden a uno después de conseguir la pensión —la verdad no creo que me llegue a pensionar, pero bueno, ahí le dejo la idea al que sí—, y no hacer nada, caminar de aquí para allá, pasear un rato, y ya, no más. Solamente una cosa me pareció increíble: en la parte trasera del parque central, había una pista de patinaje en hielo —creo que me moriría el día que vea una pista de patinaje en hielo en pueblos como Anapoima, Villa de Leiva, Santafé de Antioquia o Pamplona—. Pero bueno, esto es otro mundo y aquí pasan esas cosas; si uno se sorprendía leyendo la historia del hielo de Melquíades, pues aquí me sorprendí más viendo que los gitanos aquí no llevan hielo sino pistas de patinaje… definitivamente algo mucho más entretenido que un pedazo de agua congelada.
Otra cosa me sorprendió sobremanera: luego de conocer los termales de Paipa, o de toda la región del centro–oriente de Boyacá, me pareció una cosa totalmente de otro planeta ver unos baños termales en un edificio de corte muy republicano, que tranquilamente se podría confundir con el palacio de gobierno, o una cosa así. Me quedé con ganas de verlo por dentro, pero sólo me pude imaginar la piscina de Tuvalú en sus mejores momentos.
Como éramos unos turistas de bajo perfil, no nos podíamos dar el lujo de pagar R$30 para visitar todos los puntos turísticos de la ciudad. Entonces, pues muy a la criolla, pedimos un mapa en el hotel y nos fuimos visitando uno a uno los 14 puntos turísticos que había marcados en el mapa. Uno de los más llamativos, y quizás el principal —aunque claramente no el mejor— era un cristo que había en la montaña más alta de la zona. No sé si es costumbre típicamente latinoamericana, pero no hay pueblito que se respete que no tenga, en lo más alto, una cruz, un cristo, una virgen, una iglesia, o alguna cosa similar. Bueno, el punto era que el cristo estaba en lo alto de no sé qué sierra —la más alta en toda la región del suroccidente de Minas Gerais—, y se tenía una vista increíble de toda la zona. Una gran ventaja, y una gran diferencia con respecto a nuestras crucecitas en lo alto del cerro, y esas cosas: hay carretera pavimentada, y pese a las pronunciadas curvas, en muy buen estado. Aunque realmente me desilusioné cuando vi la altitud a la que nos encontrábamos —1650 msnm—; claramente estábamos lejos, pero realmente lejos de la cordillera de Los Andes.
Una cosa me pareció bastante curiosa, y la verdad, bastante fuera de lugar. Justo al lado del Cristo, en lo alto de la montaña, había un acuario. ¿Porqué diablos un acuario, con peces de agua salada, en semejante altura, cuando tranquilamente lo podían haber hecho más grande en la parte baja, en la mitad del pueblo? Bueno, son esas cosas inexplicables que a la gente se le ocurre y ya.
El susto más grande del paseo fue cuando llegamos, en la tarde, a recoger el carro del hotel, y el desalmado no prendía. Tenía un sistema de seguridad para prender, pero a todos —hasta yo que de carros no tengo la más mínima idea— nos tomó del pelo, tanto así que ya estábamos pensando llamar a la empresa dueña del carro a decirle que estábamos varados a más de 200 km de distancia. Bueno, el punto es que el dueño del hotel donde nos estábamos quedando le intentó y le intentó hasta que finalmente le dio con la maña. Parece que era cuestión de dejarlo un rato, ensayar muchas veces y ya, pues al siguiente día fue la misma cosa, justo antes de ir a entregarlo. Pero bueno, continuando con el recorrido, la idea era hacer un tour por el estado de Minas Gerais, pero el último punto que nos faltaba antes de salir del pueblo era unas cascadas un tanto famosas. Nos pusimos rumbo a ellas, y al llegar encontramos una obra ahí bastante grande, y por un lado un puentecito que conducía a un dique en un estado bastante deplorable, y una cascada de 5 pesos, con un caudal casi mínimo. La desilusión fue general. Sin embargo, al volver al carro escuchábamos un sonido de agua bastante bastante grande. Todos intuíamos que las famosas cascadas no podrían ser semejante chichipatada que habíamos visto, así que preguntamos a la gente de la obra, quien nos mostró un pasadizo bastante estrecho, que llevaba de camino a las cascadas, estas sí de verdad verdad. Una caía de agua de por lo menos unos 30 mt, en una pendiente de unos 60º hacía retumbar el agua bastante fuerte sobre las piedras. Esas sí que eran las cascadas. Claramente Diana, Manuela y Doña Sonia ni se inmutaron, pues venían de Iguaçu, pero igual, a mí me pareció un sitio con un encanto particular. Hubo una cosa bastante extraña en este paseo, y es que la única foto en donde estamos todos es justamente en este punto. Como todos éramos unos colombianos desconfiados hasta el cogote, nunca fuimos capaces de decirle a nadie que nos tomara una foto, pero justamente en este sitio había un poste enterrado muy a propósito para tomar una foto, y pues el resto lo hace la tecnología, ¡gracias disparador automático!
La idea era seguir el tour hasta un pueblo bastante famoso llamado Campos de Jordão, que quedaba de nuevo en el estado de São Paulo, pero ahora al este. Tomamos el camino rumbo hacia allá, pero al preguntar en una estación de servicio cuánto tiempo nos tomaría llegar allá, nos dijeron que aproximadamente unas 3 horas. De ahí a São Paulo serían otras 3 a 4 horas, lo que indicaría que llegaríamos a la casa a eso de las 12 pm, y pues la verdad no se podía. Entonces tuvimos que hacer un cambio en la ruta, y tomar una trocha para volver a nuestro camino de llegada. Es una cosa bastante insólita, pero en esos cambios de estado se siente cómo un gobierno federal afecta a un país. En el estado de São Paulo las carreteras son perfectamente delineadas, en perfecto estado y con muy buena señalización, pero en Minas Gerais la cosa era un tanto distinta. Pensábamos tomar un camino pero en la estación de servicio nos dijeron que el dichoso camino era “estrada da terra —traducción: camino de herradura—” y pues el carrito alquilado, que era un golcito coupé modelo 2003, o algo así, pues no daba para tanto. Entonces pues tuvimos que tomar otro camino, y la primera señal que vimos en la entrada al Estado de São Paulo fueron las líneas recién pintadas en el suelo, la carretera mucho más amplia, y avisos por todo lado indicándonos el camino de vuelta.
Al tomar de nuevo la AutoBan eran ya algo más de las 7 de la noche, pues con tanta vuelta nos había tomado la tarde. La vía era ya mucho más fácil, pues era seguir derecho y listo, aunque sin embargo tocaba estar pendientes del camino para no perdernos. Pero con la noche, el nivel de dificulta sube para el conductor, junto con el hecho de que en la noche salen todas las tractomulas, camiones y dobletroques de Campinas rumbo a São Paulo, y eso sumado con la cantidad de locos maniáticos que abundan estas carreteras de 4 y 5 carriles a velocidades entre los 160 y 200 km/h. En algunos momentos se notaba que nuestro pobre piloto no le tenía el tiro al carro, pues las curvas las cogía a veces muy cerradas, o a veces muy abiertas, pero sin embargo su pericia y su sangre fría la mantenía con la aguja a 120 km/h. Solamente se quitaba del carril izquierdo cuando veía un vehículo tras de ella con la direccional izquierda parpadeando —esta es la señal para pedir carril cuando el de adelante va más despacio—, pero cuando no se reconocía la señal, entonces aparecía el tan molesto, pero tan efectivo cambio de luces. Lo que siempre resultaba bastante miedoso eran los camiones tratando de sobrepasar los unos a los otros. Claramente un camión de estos grandísimos, que sobrepasa a 90 km/h, ocupa un poco más de un carril, y pues en semejante carro tan grande en el que íbamos era una cosa de nada cuando se veía a una tractomula o a un doble troque tratando de cambiar de carril, y todos andábamos con el corazón en la mano cuando sentíamos que en cualquier sobrepaso de esos, algún camión tranquilamente podría voltearse y dejarnos hechos papilla.
Pero bueno, luego de tanto susto, y de tener que cambiar los 7 carriles de la Marginal Pinheiros —que es la avenida que rodea toda la ciudad— en menos de 3 km con un tráfico bastante alto, logramos llegar sanos y salvos a la casa. Una aromática para todos, y a dormir, pues mañana hay que entregar el carrito.